
Fuente Infobae
La historia oficial los retrató como hombres de fe, mártires del bando “nacional”, guardianes de la moral. Pero la realidad fue más cruda. Durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, numerosos curas y miembros de la Iglesia participaron activamente en la represión, la delación, e incluso en ejecuciones sumarias. Algunos disparaban, otros elaboraban listas negras. Todos bendecían el terror.
En Navarra, el sacerdote Antonio Oña, vestido con uniforme militar, consolaba a una madre cuyo hijo iba a ser fusilado con una frase escalofriante: “Si lo matan ahora irá al cielo. Si no lo matan, se condenará.” Años después, sería ascendido a obispo. En Zafra, Juan Galán Bermejo, capellán de Falange, se jactaba de haber “quitado de en medio” a más de cien marxistas. Luis Fernández Magaña, en Navarra, daba el tiro de gracia a los fusilados antes de lanzarlos a la fosa común.
No eran casos aislados. El cura de Calahorra, el sacerdote de Badajoz, el obispo de Zamora… todos implicados. Todos parte de un engranaje de muerte. Capellanes con pistola al cinto, obispos que pedían fusiles en lugar de sotanas, religiosos que hablaban de los cadáveres calcinados como «una medida higiénica».
La Iglesia católica bendijo el golpe de Estado y acompañó con fervor la violencia del franquismo. La represión fue también sagrada. Setenta años después, los nombres de sus víctimas aún esperan justicia.
No puede haber reconciliación sin memoria. No puede haber fe sin verdad. Y no puede haber perdón sin arrepentimiento.
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