
Tomado de ABC /El Solidario. Invernadero de fresas en Huelva
Son 40 grados a la sombra, pero dentro del invernadero el mercurio escala hasta lo insoportable. Migrantes marroquíes, senegaleses y subsaharianos se desploman entre tomates y pimientos, mientras el Instituto de Salud Global de Barcelona confirma lo que todos saben, pero nadie reconoce: la mitad de estos trabajadores sufre tres o más síntomas de enfermedades por calor.
Cólicos, mareos, desmayos. España exporta hortalizas frescas a Europa, pero su modelo agrícola se pudre desde dentro.
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El estudio, pionero en documentar esta violencia térmica, revela que Almería, Huelva y Lleida son escenarios de un apartheid laboral. Jornaleros sin papeles, muchos en condiciones irregulares, trabajan sin suficientes descansos ni agua potable bajo plásticos que multiplican el calor.
Como hormigas en un microondas, repiten gestos hasta el agotamiento por sueldos que no alcanzan para vivir, pero sí para enfermar. El milagro del «mar de plástico» se escribe con sudor ajeno.
La paradoja es grotesca: esos mismos tomates que Europa devora en ensaladas están regados con lágrimas de deshidratación. Mientras, las grandes superficies pagan precios de miseria y el Gobierno mira para otro lado. No hay inspectores suficientes, denuncian desde SOC-SAT, y cuando llegan, los capataces esconden a los indocumentados como cucarachas bajo la alfombra.
Los datos coinciden con los de la OIT: el calor extremo mató a 2.000 trabajadores agrícolas anuales en la última década. Aquí no mueren de un golpe, se van consumiendo como velas.
Este no es un problema climático, sino de dignidad. Mientras los supermercados enfrían sus estantes, los cuerpos de estos hombres y mujeres hierven en silencio. La próxima vez que pique un pimiento, recuerde: quizá lo cosechó alguien que se desmayó dos veces antes del almuerzo.
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