EFE/El Soldiario. Vista del Parque natural de Serra Gelada.
El Tribunal Supremo ha ratificado la sentencia del TSJ de la Comunidad Valenciana que obliga al Ayuntamiento de Benidorm a pagar cerca de 330 millones de euros a la familia Murcia Puchades por el incumplimiento de convenios urbanísticos en Serra Gelada.
La indemnización duplica con creces el presupuesto municipal de 141,6 millones, poniendo en riesgo los servicios públicos básicos y condenando a la ciudad a una crisis financiera de proporciones inéditas.
MUY INTERESANTE
Cuando el suelo del parque natural de Serra Gelada fue declarado protegido en 2005 y pactados convenios de compensación (renovados en 2010 y 2013), se firmó un trato: los promotores renunciarían a edificabilizar y el Ayuntamiento les otorgaría suelo alternativo.
Es la paradoja dramática: un acuerdo pensado para preservar el entorno ahora obliga a hundir las cuentas municipales. El Supremo establece 283 millones más intereses que elevan el total a unos 330 millones, frente a un presupuesto prorrogado desde 2024 que no da ni para la mitad.
Desde una perspectiva de izquierda, es un ejemplo de cómo los pactos urbanísticos pueden volverse armas de doble filo: lo que buscaba proteger el medio ambiente termina hipotecando a la comunidad. La responsabilidad pública se disuelve en la permisividad política y el lobby, mientras la ciudadanía paga la factura. Como una hipérbole tumultuosa, la cifra parece formar un muro infranqueable de deuda que se cierne sobre servicios sanitarios, educativos y culturales.
El alcalde Toni Pérez (PP) anuncia que agotará vías legales y aún intenta invalidar los convenios. Sin embargo, mientras el Ayuntamiento saquea sus propias reservas, la oposición socialista exige su dimisión, responsabilizándolo directamente del desastre financiero y señalando que esta puede ser “probablemente la mayor sentencia que ha recibido un Ayuntamiento en toda España”.
La quilla del turismo, motor de Benidorm, se tambalea bajo esta carga. El consistorio ya advirtió que cumplir la sentencia equivaldría a despedir personal o recortar servicios esenciales. Esta amenaza a la cohesión social es una ironía amarga: el paraíso vacacional hundiéndose por pactos mal medidos.
La izquierda progresista exige contundencia democrática: transparencia en convenios urbanísticos, control ciudadano y fondos estatales que eviten que gobiernos locales se conviertan en cajas vacías. Porque permitir que la codicia compense el daño ambiental con la precarización pública no es modernidad: es un fraude contra la democracia.
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