El fervor de la Semana Santa se encuentra con la polémica: el Ayuntamiento impone restricciones que tensan la convivencia entre devoción y disfrute.
Sevilla, la ciudad donde la tradición respira en cada esquina, vive hoy un choque entre el respeto a lo sacro y las libertades cotidianas. La Ley Seca, decretada por el Ayuntamiento en toda la zona de celebración de la Procesión Magna, ha generado una fuerte división entre vecinos, comerciantes y asistentes. ¿Dónde queda el equilibrio entre tradición y modernidad?
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En pleno corazón de la Semana Santa, la Procesión Magna, concebida como una celebración extraordinaria, ha capturado la atención de miles de sevillanos y turistas. Sin embargo, esta vez el protagonismo no lo tienen los pasos ni las imágenes, sino las estrictas restricciones que impiden la venta y el consumo de alcohol en bares, terrazas y calles del casco histórico. Para algunos, una medida necesaria para garantizar la solemnidad del evento; para otros, una decisión que amenaza el alma festiva y la economía local.
«Esta no es la Sevilla que conocemos», lamenta Marta, dueña de un bar en la Calle Sierpes. “Los bares somos parte del tejido social de estas fiestas. Ahora estamos cerrados por orden municipal, mientras que los negocios ambulantes hacen su agosto”. Su indignación encuentra eco en muchos asistentes, que se sienten “reprendidos” por un Ayuntamiento que, dicen, prioriza una visión moralista y unidimensional de la ciudad.
Mientras las calles se llenan de saetas y cirios, el debate se intensifica. ¿Qué precio está pagando Sevilla para preservar su identidad? ¿Se puede imponer el respeto a las tradiciones sin ahogar la libertad de quienes viven y celebran estas fechas a su manera?
La Ley Seca marca un antes y un después. Pero, en un mundo donde las ciudades son cada vez más diversas y globalizadas, ¿puede Sevilla seguir siendo «rehén de sus tradiciones»?
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